jueves, 24 de enero de 2008


Voy a tomar al toro por las astas

Me dejarè poseer por el valor de Nadie

y enfrentarè al animal que insiste hacia mì

jadeando con una angustia de màquina de vapor.


No voy a apartarme como hacen los toreros.

Lo mirarè a los ojos e incluso le sonreirè

arrebatàndole el segundo previo a su embestida.


Voy a tomar al toro por las astas

Ese animal que viene a roerme el centro

de los huesos despuès de derrumbarlos

Bestia hermosa, bello bestial

con los cuernos como brazos abiertos.


Hasta el final voy a dejarlo creer que me ha victimado;

y en la segunda parte

del ùltimo tiempo

del ùltimo compàs,

en la mera anacrusa de lo sucesivo voy

a tomar el toro por las astas

y volarè girando sobre su columna ardiente

salvando los pastizales donde yace mi eternidad.




Carmen Avendaño

"Màs allà de la palabra cielo"

Ediciones El Àrbol 2002

viernes, 11 de enero de 2008

. . . y entonces: el relàmpago



. . . y entonces ocurre algo. Un chispazo, un relámpago, una grieta en la normalidad de los acontecimientos y entonces aparece luminosa la posibilidad tangible de reconciliarse con la vida. De levantar los hombros y la frente porque uno se ha dado cuenta que no todo está perdido, que lo humano radica precisamente en la aparición de lo inesperado, aunque muchas veces la realidad o la construcción de ésta nos haya dicho lo contrario. El arte es el espacio predilecto de los alumbramientos. No puede ser jamás aburrido o insustancial o rutinario; en ese caso no hablamos de arte o no hemos estado a la altura del mismo. Desde hace mucho tiempo ha comenzado una decadencia en el sagrado arte del toreo, una pendiente prolongada y abismal en donde la mediocridad ondea sus banderas. Aunque no sirva como consuelo, debemos darnos cuenta de que esta situación no sólo se halla en este ámbito social. La historia humana parece empeñarse en caer a territorios oscuros y hostiles a sus más altas posibilidades. Las razones son varias pero no es este el momento para enumerarlas. Este es el momento para hablar de lo inesperado que nos reconcilia con la vida. Lo que es muy evidente son los efectos: poca gente en los tendidos, toreros que no terminan de romper, toros demasiado dóciles o francamente mansos y mal alimentados, empresarios que más parecen mafiosos que promotores de la fiesta brava, ausencia en los medios de comunicación de espacios para el toreo etc. Sin embargo y para fortuna de los que amamos esta manifestación del espíritu, un día aparece un toro o una faena o un torero que nos devuelve oxígeno como taurinos. Tal vez no sea suficiente pero en ese momento sentimos que no hemos perdido del todo ni la capacidad de asombrarnos al descubrir lo grande ni las puertas que posibilitan el advenimiento de lo distinto. Y eso sin duda hay que celebrarlo y cantarlo y mencionarlo, porque puede ser que como dejara escrito el filósofo alemán Federico Nietzsche, llegue el tiempo en que “el hombre no dará ya a luz ninguna estrella”. Este pasado 6 de enero un rey mago iluminó la plaza México al seguir la poderosa estrella de su vocación y dio a luz ofrendas para los ojos y el corazón y el espíritu de quienes lo vieron, de quienes fueron testigos. ¿Es válida la hipérbole? Sí, cuando ante nosotros se encuentra encarnada la grandeza. Sobre todo en un mundo donde ésta tienen cada vez menos territorio para manifestarse. Rodolfo Rodríguez “El Pana” ya está inscrito sin duda en el libro donde habitan los locos, los revolucionarios, los que han ido en contra de la lógica y lo normal. Incluso, –vaya paradoja genial- a pesar en gran parte de sí mismo. Allá por los años 70, cuando muchos de quienes ahora lo vemos apenas iniciábamos nuestro paseíllo por la vida o incluso algunos no habían nacido, surgió este torero tlaxcalteca y desde un principió demostró que su poesía era de ésas que calan de verdad, de ésas que se escriben con el vuelo genial del verso libre pero no por ello menos sujeto a los cánones del espíritu que muchas veces son más exigentes que los de la técnica. Llenó la Plaza México en muchas tardes en que su magia fue acompañada por los olés de los aficionados que muy pronto se hicieron cómplices de ese joven que ofrendaba aires de renovación. Paradójicamente –como suele suceder con los revolucionarios- esos aires de renovación estaban impulsados por un espíritu clásico o antiguo o simplemente deudor de otros tiempos en los que ser torero era asumirse como esteta y por lo mismo portador de misterios y por lo mismo actor de su mensaje. Porque una de las cosas que más fuertemente trajo el de Apizaco al mundo taurino fue un claro e instintivo sentido del ruedo como un espacio escénico. Es verdad que no fue el primero. Lorenzo garza, Silverio Pérez y Luis Procuna –sólo por mencionar a algunos- ya habían asumido esta condición. Pero también es verdad que todo artista si lo es de verdad viene a traer nuevas formas de ser y estar, nuevos vestuarios, nuevos guiones para escribir su obra en los renglones del aire. El Pana desde un comienzo se hizo heredero de esta raza de toreros. Era un espíritu que no se conformaba con manifestarse en el trazo de los lances o los pases de muleta, también hervía por brotar de cada gesto, de cada movimiento, de cada centímetro ocupado por su presencia. Como siempre sucede con este tipo de seres pronto surgieron los detractores y los enemigos. Es difícil guardar la compostura crítica, que la guarden otros o ante otros toreros que posiblemente pidan eso. El Pana no. El Pana pedía, exigía la no conformación. La toma de partido. Porque ante todo él ya había tomado partido por la verdad de la pasión. Era un romántico, dicho esto románticamente. No como Rimbaud o como Novalis sino como Baudelaire, con ese aire de sorna ante sí mismo. No era un atormentado sino un ejemplo de lo trágico-lúdico. De la seriedad que tiene pies de paloma. Suele ocurrir entonces que ante estas alturas el propio ser humano sucumba. O por lo menos se tambalee. El ego es puente y escalera pero también es un animal fascinado por la traición. Un poco de distracción y nos lanza su zarpazo de Narciso irónico. El artista talxcalteca tomó la alternativa y siguió cosechando triunfos pero entonces se enfrentó ante otro gran hombre: Manolo Martínez. Mareado por las alturas alcanzadas lo enfrentó dentro y fuera del ruedo. Tenía un hambre inmensa por derribar a su paso todo lo que le diera sentido a su fuerza. Hizo declaraciones, se mofó de su contrincante, exigió y terminó por desaparecer casi por completo. “Sabia virtud de conocer el tiempo” escribió el gran Renato Leduc. Haciéndose eco de la Biblia que también habla de que cada día trae su afán y de que existe un tiempo para cada cosecha. Seguramente no era el tiempo ni la manera de luchar contra ese “demonio de pasión” como lo llamó Guillermo H. Cantú. Y pagó el precio. ¿Demasiado grande? Tal vez. Siguió toreando pero pronto se hundió en los brazos duros pero seductores de los excesos. Seguramente tuvo que luchar contra el dolor y la frustración con las armas que en ese momento tenía a la mano: las del vicio. Tuvo su descenso a los infiernos. Y parecía no salir, hasta que una mano lo tomó con fuerza y lo apoyó, seguramente con la certeza de que quien tiene el misterio ya no es abandonado por éste. Caso atípico el de El Pana. Ave Fénix. Sísifo que triunfa y convierte la roca en alas. Este pasado domingo toreó en la Plaza México. SU plaza. Participó en un mano a mano extraño, de esos que desde hace tiempo se sacan los empresarios de la manga, ya lejanos los tiempos en que estas confrontaciones eran auténticas. Producto de una competencia real. ¿El Pana y Morante de la Puebla enfrentados? Más bien al alimón de espíritu. Más bien al unísono. Dueto de magos. Géminis estrellas que cubren a las sombras. No. No era un mano a mano como esos de antes. Era una ocurrencia más de unos empresarios que se han dedicado a prostituir a la fiesta. Pero este domingo esas cosas fueron superadas por dos toreros que no supieron de mafias ni de intrigas ni de otra cosa que no sea ejercer sus respectivas alquimias. Por eso la gente asistió como pocas veces con un olfato de presentimientos y sueños por vivir la verdad del toreo. Y la magia hizo acto de presencia. Los toros no fueron fáciles ni bobalicones como tanto gustan a muchos que supuestamente son o tendrían que ser profesionales. No estuvieron exentos de nobleza, pero no de ésa bobalicona sino de la que nace de la lucha franca. En el primer toro el tlaxcalteca no estuvo salvado de ciertas dificultades que logró sortear en parte por ese término surgido del flamenco llamado “duende”. El Pana tiene duende y ángel y toda una corte de dioses que lo acompaña para que pueda expresarse así sea en breves destellos. Todo esto más el fuego de su voluntad lograron que en el segundo toro toda la balanza se inclinara a favor del arte. Un arte que nos regaló sin regatear nada en entrega y empeño. Entonces volvimos a ver esos lances de pintura y ese manejo escénico de su quehacer. Él sabe que el ruedo también es un escenario en el sentido más fuerte de la palabra: lugar donde se lleva a cabo la representación de un acto sagrado. Por eso camina con esa parsimonia afectada que tal vez en otro torero resultaría incluso ridícula. Pero en este caso no porque transmite la verdad y la seriedad de su apuesta, de su puesta en escena. De la escenificación de su tragedia pinturera. No fuma puro ni agita su cabeza con esa energía ni da esos largos y tensados pasos como de un ballet gitano porque le guste llamar la atención ni porque quiera impresionar al no tener en sus manos la onza del verdadero arte. Todo esto forma parte de una verdad con mayúsculas, de una forma de sentir. De ser y hacer. Por eso se le aplaude, se le festeja. Por eso conquista las miradas y los corazones de quienes se dejan seducir por esa representación. Igual que pasa en una obra de teatro en donde si está bien contada y bien actuada, el espectador acepta entrar en el juego de lo verosímil y olvida por un tiempo que aquello es “sólo” actuación. Desgraciadamente sufrió una cornada pero la magia y el relámpago ahí están, ahí estuvieron y ahí estarán en quienes insistamos en no perder la memoria en este mundo que avanza con rapidez y vértigo. Habría mucho que decir respecto a otro mago como es Morante de la Puebla y que también contribuyó de gran manera para que la tarde fuera una de las mejores (tal vez la mejor) que se han visto en lo que va de esta extraña temporada. Habría mucho que decir frente a ese toreo del español que alcanza cumbres que el aficionado también alcanza por medio de las emociones que provocan los lances, los naturales y la forma de estar en el ruedo de tan importante coleta. Sin embargo en esta ocasión El Pana es un caso aparte que no puede dejarse pasar de largo como un ejemplo vivo de las alturas que puede alcanzar el toreo y así mismo poder colocar en la balanza de la justicia la mediocridad y la grandeza.

jueves, 27 de diciembre de 2007

ÈPICA Y PASMO


La tauromaquia no deja de tener ese aspecto épico que desgraciadamente en otros campos de la vida política y social se ha ido diluyendo. Los toreros –cada vez menos- son el eco de aquellos guerreros que ataviados con su valentía, su imaginación y su sentido de lo glorioso, asumían empresas que el común de los hombres difícilmente aceptaría. Aquellos a quienes los poetas cantaban y que a través de su canto cobraban una estatura legendaria. Aquellos en fin, que su pueblo veneraba como una muestra de las alturas a las que podía llegar la voluntad humana: inspiración para la vida. Desgraciadamente como decía, en la vida social y política de nuestros tiempos ya han desaparecido casi por completo los héroes, los guerreros, los conquistadores de regiones inhóspitas. Estoy convencido de que el toreo sigue siendo el espacio donde de vez en vez puede darse este tipo de manifestaciones, sin duda necesarias para la moral de una comunidad. Moral entendida como impulso hacia lo mejor, los más grande, lo profundo, lo que siembra eternidades. Por fortuna, a pesar de los muchos problemas por los que atraviesa la fiesta, todavía existen nombres que pueden muy bien entrar en esta categoría. Hombres que asumen su profesión con verdad. Con la inflexible ética que el maestro David Silvetti encarnó. Desgraciadamente a veces esto mismo propicia que el medio taurino esté lleno de anécdotas, de cuentos, de mitos que en realidad carecen de sustancia. Historias que sirven muy bien para amenizar mesas de café pero que jamás bordean lo esencial. Diluyen lo realmente importante en aras del comentario fácil, del lugar común, del cliché. Sombra y luz de una actividad que se presta para la leyenda. Todos los toreros de alguna manera viven experiencias que podrían considerarse épicas o dignas de la anécdota o el ejemplo, pero existen unos pocos que realmente trascienden todo lo antes hecho y marcan con su existencia el lienzo del toreo de manera irremediable y por lo mismo revolucionaria. Uno de ellos, tal vez de los primeros o por lo menos de los que inician el toreo moderno fue Juan Belmonte. Nacido en Sevilla, este torero es uno de los más vivos ejemplos del héroe que se rodea tanto del anecdotario como de los gestos y las gestas que transforman toda una época. Es un caso digno de estudiar en toda profundidad ya que su paso por el toreo cambió muchas formas y fondos. Son bastantes las cosas que podrían decirse, El presente texto no pretende ser sino un primer y breve acercamiento. Este torero tuvo de por sí una vida que bien podría adjetivarse como novelesca. Como ya lo había mencionado nace en Sevilla en 1892 (época importante en cuanto a grandes cambios) pero por cuestiones laborales de su padre se muda con su familia al legendario barrio de Triana. Poco tiempo después queda huérfano y posiblemente a partir de ese momento se inician en él una serie de cambios que lo llevarían a percibir la existencia de una manera particular. Particularidad que tiene su énfasis en un sentido de la aventura que hizo que su vida se viera rodeada de peligros pero también de encuentros con lo más poderoso de la experiencia humana. Deja pronto la escuela y se dedica a la vagancia, al acercamiento con eso que los mayores suelen llamar “malas compañías”. Eso le fue formando un carácter endurecido y sensible al mismo tiempo. Quien sabe, como decía el filósofo Ortega y Gasset: “yo soy yo y mi circunstancia”. La ciencia aún no ha podido definir con exactitud donde acaba el ser individual y donde comienza el social, donde están los límites entre la herencia y la voluntad del individuo. En algún momento el azar tiró los dados y las correrías de este grupo de amigos se relacionaron con la práctica del toreo, al inicio en ganaderías que tomaban por asalto en horas nocturnas que los protegían de la mirada de sus dueños. ¿Cómo imaginarnos en estos tiempos este tipo de actividades? Estos tiempos en los cuales la mayoría de los coletas llegan a las plazas y ganaderías en lujosos autos que los separan sin duda de la tierra, de las piedras y el sol que suelen curtir a los héroes. A veces la nostalgia no es sino un recurso de la frustración o un producto de la inflexibilidad ante los cambios necesarios e inevitables. Sin embargo la memoria no solamente es necesaria para no repetir los errores de la humanidad sino para darse cuenta de ciertos aspectos que se han perdido y que sería bueno retomar aunque adaptándolos al tiempo actual. Deberíamos abogar por la repetición de lo bueno, de lo mejor, de las más altas cumbres a las que se ha llegado. Al toreo le falta más romanticismo, mayor encuentro con lo vital, con lo terrible, con lo que transforma lo que toca si se produce un ejercicio alquímico. El mismo Belmonte es dueño de una frase que sin duda muestra lo anteriormente dicho: “el toreo es un ejercicio del espíritu”. Podemos acercarnos un poco al gimnasio de este torero si tratamos de proyectar con la imaginación esas noches que a la luz de la luna vieron pasar los agitados corazones de estos muchachos que desafiaban a la vida misma armados únicamente con su voluntad de acercarse a los abismos. Así lentamente fue formándose en Belmonte un espíritu guerrero, una vocación que lo llamaba para cumplir un destino de luces. Sin dejar de lado otro aspecto importante como lo es el que en aquellos años el toreo representaba una de las pocas salidas para que quienes no eran favorecidos económicamente pudieran hacerse de un nombre y un futuro. Todo esto se puso en juego en el momento en que decidió probar suerte en los laberintos de la tauromaquia. De pronto ya estaba vestido de luces en esos pueblos polvorientos que constituían también pedagogías de arena y sol para los que decidieran dar sus primeros pasos en ámbitos taurinos. Pronto llamó la atención sobre todo por un valor espartano, como el que debieron tener aquellos guerreros de la antigua Grecia. No era la valentía necesaria en cualquiera que osara enfrentarse a un burel ni la del que haciendo alarde se acercaba un poco más al sitio del cloroformo, era un arriesgar a los pies del abismo. Debemos recordar además que la tauromaquia de la época consistía básicamente en burlar con más o menos gracia las embestidas descompuestas de temibles toros que se daban vuelo destripando caballos. La teoría era: “el toro es un ferrocarril. Hay que quitarse de la vía para que éste pase”. Solamente que el corazón de Belmonte le dictaba otra cosa: descarrilarlo. Poco a poco comenzó a cundir su fama en todas partes, llegándose incluso a decir que había que verlo pronto porque aquello no podría durar. Ya lo había sentenciado también el buen Cagancho, “lo que no puede ser no puede ser. Y además es imposible”. Pero por fortuna de la historia humana existen seres dedicados a romper las fronteras de lo posible. Desdoblar las fronteras. Revolucionar las aguas quietas de lo normal. El sevillano era de ese plumaje. Ningún torero es de verdad suicida, ni el más tremendista. Lo que pasa es que hay algunos que por extrañas y complejas razones aceleran los límites anteriormente dichos. En ellos ocurre exactamente lo contrario de un deseo de muerte, más bien tienen un exceso de vida. Exceso de facultades. Exceso de pasión. No se acercan al fuego sino con la condición de sentir más hondamente lo que la mayoría disfruta en pequeñas dosis. Belmonte: el revolucionario que descarrilaba trenes para tomar por asalto las poblaciones de la gloria. Estoy seguro de que esto fue en un principio resultado de la inspiración y la intuición, y todas esas facultades que tanto apreciaron los poetas del romanticismo. Pero bien se sabe que esto no es suficiente, que para hacer historia hace falta además un despertar de la conciencia, un planteamiento lógico, una sobriedad en los recursos, en suma: la adquisición de oficio. No se ha indagado lo suficiente en aras de mantener la leyenda, pero me parece inevitable que Belmonte tuvo que aprender a torear de acuerdo a ciertas reglas que lo precedían. Todo revolucionario en el terreno del arte es un destructor de lo anquilosado pero al mismo tiempo es alguien que recoge lo mejor del pasado. De otra manera su labor no puede convertirse sino en chispazos de genialidad que no fructifican. A esto le llamaba Octavio Paz, la tradición de la ruptura. Conforme pasaba el tiempo, Belmonte tuvo que hacerse de las armas teóricas suficientes como para poder sostenerse. Se dice –algo de verdad habrá- que mucho de esto tuvo que ver con un interesante enfrentamiento que se gestó allá por el año de 1914, en pleno surgimiento de eso que suele llamarse modernidad. Dionisos y Apolo encarnaron su lucha milenaria en dos toreros: Juan Belmonte y José Gómez “Joselito”. Uno, el vivo ejemplo de las fuerzas de la naturaleza y el otro de las de la civilización. Uno, cercano a lo trágico y el otro a lo armonioso. Uno, representando al pueblo que está cerca del polvo y la miseria y el otro, ejemplo de la burguesía y de las búsquedas de la belleza formal. Pronto ocurrió algo que también hoy se extraña, la rivalidad trascendió los círculos de arena y cundió en los tendidos, en los periódicos y en las tertulias de todo tipo. España se dividió, por fortuna de manera creativa y gozosa y no como lo iría a hacer años después. Posiblemente de esta confrontación surgió un nuevo y mejorado Belmonte así como un arriesgado y aventurero “Joselito”. Ambos torearon en muchas plazas y obtuvieron triunfos aunque finalmente quién ganó más fue la fiesta, el espectáculo, la historia. Muchas más cosas podrían decirse de Juan Belmonte, únicamente pretendí apuntar algunos aspectos que más adelante pueden ampliarse. Todavía falta estudiar de verdad y con profundidad muchas etapas del toreo. Aún le faltan a la tauromaquia sus cantores, sus teóricos, sus filósofos. No quisiera concluir en esta ocasión sin mencionar otra de las revoluciones que este torero vino a suponer. A pesar y por su falta de escolaridad, Belmonte fue un voraz lector. Lo cual desgraciadamente es raro en este y todos los tiempos. Muy pronto descubrió en la lectura un camino para alumbrar su propia existencia y a su vez su quehacer taurino. Poesía, filosofía y teatro entre otros géneros pasaban por sus manos y por sus hambrientos ojos. En alguna época de su vida tuvo contacto con los mejores escritores de su época. Valle-Inclán fue uno de ellos, tal vez el más cercano. Desgraciadamente no existe el registro exacto de esas largas conversaciones que sostenía con estos intelectuales que sin duda nutrieron su pensamiento de manera significativa. Una vez más la anécdota es lo que nos puede acercar aunque sea débilmente con este tipo de vacíos en cuanto a registro fidedigno. Se cuenta que en alguna ocasión y a manera de lance torero, Inclán le dijo a Belmonte:” Juan, para ser perfecto, sólo te hace falta morir en la plaza” a lo que este torero sin duda curtido en este tipo de conversaciones y juegos retóricos le dijo: “Hombre, don Ramón, se hará lo que se pueda”

HOMENAJE




Amanecer Oscuro

I

Oscuro amaneció

el corazón del mundo.
Alba de un destino

que sobre la arena

escribió su nombre.

Oscuro amaneció

el corazón del mundo.

Durmieron las estrellas

en brazos del silencio.

Y el sol era mentira,el sol era un amor

en voz baja.

Porque oscuro amaneció

el corazón del mundo.


II

Te vi caminar

con paso de cenzontle.

Desde tu corazón:una música de agua.

Desde tus ojos:un puente sin final.

Desde tus manos:un cantar de los cantares.

Te vi andar la vida

como un reloj que cumple

los horarios del azar.


III

La eternidad es un misterio.

Nada se sabe aún

de los senderos

que conducen al Sendero.

A ciegas vamos

entre los árboles, palpando apenas

la sombra que somos.

Hasta que un día

lo nocturno se hacen piel

en nuestra piel humana.

Hasta que un día

el misterio de la eternidad

nos revela su secreto

de noción definitiva.

PASEÌLLO


Hablar de toros en estos tiempos parecería un acto inútil. Destinado al solipsismo. Al monólogo. Parecería ser uno de esos anacronismos que la necedad y la nostalgia nos obliga a sostener. Esto aparece así sobre todo si damos una rápida mirada sobre los desérticos paisajes del toreo actual. ¿Pesimismo? ¿Realismo? Podemos hacer un esfuerzo y alimentar la esperanza con algunos toreros, algunas ganaderías honestas, algunas gestas importantes, algunos empresarios que no pretendan ganar dinero fácil. Sin embargo queda aún así la impresión de que la mayoría de los actores taurinos están sumidos en la mediocridad y la más profunda corrupción. Cerrar los ojos a esto es participar en la decadencia. O hacerse tonto. O recibir algún tipo de beneficio de la situación. Hablar de toros en estos tiempos parecería un acto inútil y cada vez más políticamente incorrecto de acuerdo al aumento de las políticas de las distintas luchas a favor de los animales. Y sin embargo son precisamente éstas las razones por las que uno desea hablar de toros. Los tiempos de decadencia son también aquellos en los que pueden surgir los grandes sismos, aunque parezca que todo está quieto y podrido. Este espacio se plantea esa necesidad y se compromete a ser lo más serio posible en su tarea. Su nombre no se pretende original, ya he podido escuchar y leer este mismo vocablo en otras partes, pero no tengo sino la necesidad de continuarlo por convicción. Creo profundamente en la tauromaquia como en un sitio en donde lo mágico puede darse. Creo en el toro como en la representación telúrica de aquello que en la naturaleza nos sirve de antena para contactar con lo profundo. Creo en el torero como en gestor de la comunicación entre lo invisible y lo visible. Creo pues, en la tauromagia. Aquí se hablará del toreo, de los toreros, de lo antiguo, de lo nuevo y de lo por-venir, de lo que acontezca en el panorama mundial, nacional y de esta ciudad (Morelia) que por fortuna parece dirigirse a una especie de resurrección en cuanto a festejos y movimiento taurino en general. Ojalá sea verdadero y constante. De aquí han salido buenos toreros como Jesús Solórzano, Fernando Ochoa y Mauricio Portillo entre otros. Hemos tenido importantes empresas taurinas como –por mencionar una- la interesante Peña Novillero de los años ochenta. Ha sido tierra de ganaderías claves como Campo Alegre, El Romeral, Rodrigo Tapia, El Junco y Santa Martha. Ojalá pues, este resurgimiento sea verdadero camino para que nuevamente Michoacán levante la mano en el panorama taurino nacional. Habrá también en este espacio poesía, literatura y filosofía como ejes para hablar de los distintos aspectos de una fiesta que no merece muchas de las cosas que le pasan. Se hablará con fuerza, con pasión, con inteligencia y con dureza cuando se considere necesario; por fortuna quien esto escribe no tiene ningún tipo de relación extraña o peligrosa con los actores que muchas veces gustan de que la alabanza “positiva” sea lo único que tenga derecho a escucharse. La fiesta brava merece ser de nuevo eso: celebración, encuentro del pueblo, campo de gestas, posibilidad de la manifestación de lo humano sublime. Este espacio no pretende ser sino un grano de arena en la playa de la esperanza. Así Sea.