viernes, 11 de enero de 2008

. . . y entonces: el relàmpago



. . . y entonces ocurre algo. Un chispazo, un relámpago, una grieta en la normalidad de los acontecimientos y entonces aparece luminosa la posibilidad tangible de reconciliarse con la vida. De levantar los hombros y la frente porque uno se ha dado cuenta que no todo está perdido, que lo humano radica precisamente en la aparición de lo inesperado, aunque muchas veces la realidad o la construcción de ésta nos haya dicho lo contrario. El arte es el espacio predilecto de los alumbramientos. No puede ser jamás aburrido o insustancial o rutinario; en ese caso no hablamos de arte o no hemos estado a la altura del mismo. Desde hace mucho tiempo ha comenzado una decadencia en el sagrado arte del toreo, una pendiente prolongada y abismal en donde la mediocridad ondea sus banderas. Aunque no sirva como consuelo, debemos darnos cuenta de que esta situación no sólo se halla en este ámbito social. La historia humana parece empeñarse en caer a territorios oscuros y hostiles a sus más altas posibilidades. Las razones son varias pero no es este el momento para enumerarlas. Este es el momento para hablar de lo inesperado que nos reconcilia con la vida. Lo que es muy evidente son los efectos: poca gente en los tendidos, toreros que no terminan de romper, toros demasiado dóciles o francamente mansos y mal alimentados, empresarios que más parecen mafiosos que promotores de la fiesta brava, ausencia en los medios de comunicación de espacios para el toreo etc. Sin embargo y para fortuna de los que amamos esta manifestación del espíritu, un día aparece un toro o una faena o un torero que nos devuelve oxígeno como taurinos. Tal vez no sea suficiente pero en ese momento sentimos que no hemos perdido del todo ni la capacidad de asombrarnos al descubrir lo grande ni las puertas que posibilitan el advenimiento de lo distinto. Y eso sin duda hay que celebrarlo y cantarlo y mencionarlo, porque puede ser que como dejara escrito el filósofo alemán Federico Nietzsche, llegue el tiempo en que “el hombre no dará ya a luz ninguna estrella”. Este pasado 6 de enero un rey mago iluminó la plaza México al seguir la poderosa estrella de su vocación y dio a luz ofrendas para los ojos y el corazón y el espíritu de quienes lo vieron, de quienes fueron testigos. ¿Es válida la hipérbole? Sí, cuando ante nosotros se encuentra encarnada la grandeza. Sobre todo en un mundo donde ésta tienen cada vez menos territorio para manifestarse. Rodolfo Rodríguez “El Pana” ya está inscrito sin duda en el libro donde habitan los locos, los revolucionarios, los que han ido en contra de la lógica y lo normal. Incluso, –vaya paradoja genial- a pesar en gran parte de sí mismo. Allá por los años 70, cuando muchos de quienes ahora lo vemos apenas iniciábamos nuestro paseíllo por la vida o incluso algunos no habían nacido, surgió este torero tlaxcalteca y desde un principió demostró que su poesía era de ésas que calan de verdad, de ésas que se escriben con el vuelo genial del verso libre pero no por ello menos sujeto a los cánones del espíritu que muchas veces son más exigentes que los de la técnica. Llenó la Plaza México en muchas tardes en que su magia fue acompañada por los olés de los aficionados que muy pronto se hicieron cómplices de ese joven que ofrendaba aires de renovación. Paradójicamente –como suele suceder con los revolucionarios- esos aires de renovación estaban impulsados por un espíritu clásico o antiguo o simplemente deudor de otros tiempos en los que ser torero era asumirse como esteta y por lo mismo portador de misterios y por lo mismo actor de su mensaje. Porque una de las cosas que más fuertemente trajo el de Apizaco al mundo taurino fue un claro e instintivo sentido del ruedo como un espacio escénico. Es verdad que no fue el primero. Lorenzo garza, Silverio Pérez y Luis Procuna –sólo por mencionar a algunos- ya habían asumido esta condición. Pero también es verdad que todo artista si lo es de verdad viene a traer nuevas formas de ser y estar, nuevos vestuarios, nuevos guiones para escribir su obra en los renglones del aire. El Pana desde un comienzo se hizo heredero de esta raza de toreros. Era un espíritu que no se conformaba con manifestarse en el trazo de los lances o los pases de muleta, también hervía por brotar de cada gesto, de cada movimiento, de cada centímetro ocupado por su presencia. Como siempre sucede con este tipo de seres pronto surgieron los detractores y los enemigos. Es difícil guardar la compostura crítica, que la guarden otros o ante otros toreros que posiblemente pidan eso. El Pana no. El Pana pedía, exigía la no conformación. La toma de partido. Porque ante todo él ya había tomado partido por la verdad de la pasión. Era un romántico, dicho esto románticamente. No como Rimbaud o como Novalis sino como Baudelaire, con ese aire de sorna ante sí mismo. No era un atormentado sino un ejemplo de lo trágico-lúdico. De la seriedad que tiene pies de paloma. Suele ocurrir entonces que ante estas alturas el propio ser humano sucumba. O por lo menos se tambalee. El ego es puente y escalera pero también es un animal fascinado por la traición. Un poco de distracción y nos lanza su zarpazo de Narciso irónico. El artista talxcalteca tomó la alternativa y siguió cosechando triunfos pero entonces se enfrentó ante otro gran hombre: Manolo Martínez. Mareado por las alturas alcanzadas lo enfrentó dentro y fuera del ruedo. Tenía un hambre inmensa por derribar a su paso todo lo que le diera sentido a su fuerza. Hizo declaraciones, se mofó de su contrincante, exigió y terminó por desaparecer casi por completo. “Sabia virtud de conocer el tiempo” escribió el gran Renato Leduc. Haciéndose eco de la Biblia que también habla de que cada día trae su afán y de que existe un tiempo para cada cosecha. Seguramente no era el tiempo ni la manera de luchar contra ese “demonio de pasión” como lo llamó Guillermo H. Cantú. Y pagó el precio. ¿Demasiado grande? Tal vez. Siguió toreando pero pronto se hundió en los brazos duros pero seductores de los excesos. Seguramente tuvo que luchar contra el dolor y la frustración con las armas que en ese momento tenía a la mano: las del vicio. Tuvo su descenso a los infiernos. Y parecía no salir, hasta que una mano lo tomó con fuerza y lo apoyó, seguramente con la certeza de que quien tiene el misterio ya no es abandonado por éste. Caso atípico el de El Pana. Ave Fénix. Sísifo que triunfa y convierte la roca en alas. Este pasado domingo toreó en la Plaza México. SU plaza. Participó en un mano a mano extraño, de esos que desde hace tiempo se sacan los empresarios de la manga, ya lejanos los tiempos en que estas confrontaciones eran auténticas. Producto de una competencia real. ¿El Pana y Morante de la Puebla enfrentados? Más bien al alimón de espíritu. Más bien al unísono. Dueto de magos. Géminis estrellas que cubren a las sombras. No. No era un mano a mano como esos de antes. Era una ocurrencia más de unos empresarios que se han dedicado a prostituir a la fiesta. Pero este domingo esas cosas fueron superadas por dos toreros que no supieron de mafias ni de intrigas ni de otra cosa que no sea ejercer sus respectivas alquimias. Por eso la gente asistió como pocas veces con un olfato de presentimientos y sueños por vivir la verdad del toreo. Y la magia hizo acto de presencia. Los toros no fueron fáciles ni bobalicones como tanto gustan a muchos que supuestamente son o tendrían que ser profesionales. No estuvieron exentos de nobleza, pero no de ésa bobalicona sino de la que nace de la lucha franca. En el primer toro el tlaxcalteca no estuvo salvado de ciertas dificultades que logró sortear en parte por ese término surgido del flamenco llamado “duende”. El Pana tiene duende y ángel y toda una corte de dioses que lo acompaña para que pueda expresarse así sea en breves destellos. Todo esto más el fuego de su voluntad lograron que en el segundo toro toda la balanza se inclinara a favor del arte. Un arte que nos regaló sin regatear nada en entrega y empeño. Entonces volvimos a ver esos lances de pintura y ese manejo escénico de su quehacer. Él sabe que el ruedo también es un escenario en el sentido más fuerte de la palabra: lugar donde se lleva a cabo la representación de un acto sagrado. Por eso camina con esa parsimonia afectada que tal vez en otro torero resultaría incluso ridícula. Pero en este caso no porque transmite la verdad y la seriedad de su apuesta, de su puesta en escena. De la escenificación de su tragedia pinturera. No fuma puro ni agita su cabeza con esa energía ni da esos largos y tensados pasos como de un ballet gitano porque le guste llamar la atención ni porque quiera impresionar al no tener en sus manos la onza del verdadero arte. Todo esto forma parte de una verdad con mayúsculas, de una forma de sentir. De ser y hacer. Por eso se le aplaude, se le festeja. Por eso conquista las miradas y los corazones de quienes se dejan seducir por esa representación. Igual que pasa en una obra de teatro en donde si está bien contada y bien actuada, el espectador acepta entrar en el juego de lo verosímil y olvida por un tiempo que aquello es “sólo” actuación. Desgraciadamente sufrió una cornada pero la magia y el relámpago ahí están, ahí estuvieron y ahí estarán en quienes insistamos en no perder la memoria en este mundo que avanza con rapidez y vértigo. Habría mucho que decir respecto a otro mago como es Morante de la Puebla y que también contribuyó de gran manera para que la tarde fuera una de las mejores (tal vez la mejor) que se han visto en lo que va de esta extraña temporada. Habría mucho que decir frente a ese toreo del español que alcanza cumbres que el aficionado también alcanza por medio de las emociones que provocan los lances, los naturales y la forma de estar en el ruedo de tan importante coleta. Sin embargo en esta ocasión El Pana es un caso aparte que no puede dejarse pasar de largo como un ejemplo vivo de las alturas que puede alcanzar el toreo y así mismo poder colocar en la balanza de la justicia la mediocridad y la grandeza.

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