jueves, 27 de diciembre de 2007

ÈPICA Y PASMO


La tauromaquia no deja de tener ese aspecto épico que desgraciadamente en otros campos de la vida política y social se ha ido diluyendo. Los toreros –cada vez menos- son el eco de aquellos guerreros que ataviados con su valentía, su imaginación y su sentido de lo glorioso, asumían empresas que el común de los hombres difícilmente aceptaría. Aquellos a quienes los poetas cantaban y que a través de su canto cobraban una estatura legendaria. Aquellos en fin, que su pueblo veneraba como una muestra de las alturas a las que podía llegar la voluntad humana: inspiración para la vida. Desgraciadamente como decía, en la vida social y política de nuestros tiempos ya han desaparecido casi por completo los héroes, los guerreros, los conquistadores de regiones inhóspitas. Estoy convencido de que el toreo sigue siendo el espacio donde de vez en vez puede darse este tipo de manifestaciones, sin duda necesarias para la moral de una comunidad. Moral entendida como impulso hacia lo mejor, los más grande, lo profundo, lo que siembra eternidades. Por fortuna, a pesar de los muchos problemas por los que atraviesa la fiesta, todavía existen nombres que pueden muy bien entrar en esta categoría. Hombres que asumen su profesión con verdad. Con la inflexible ética que el maestro David Silvetti encarnó. Desgraciadamente a veces esto mismo propicia que el medio taurino esté lleno de anécdotas, de cuentos, de mitos que en realidad carecen de sustancia. Historias que sirven muy bien para amenizar mesas de café pero que jamás bordean lo esencial. Diluyen lo realmente importante en aras del comentario fácil, del lugar común, del cliché. Sombra y luz de una actividad que se presta para la leyenda. Todos los toreros de alguna manera viven experiencias que podrían considerarse épicas o dignas de la anécdota o el ejemplo, pero existen unos pocos que realmente trascienden todo lo antes hecho y marcan con su existencia el lienzo del toreo de manera irremediable y por lo mismo revolucionaria. Uno de ellos, tal vez de los primeros o por lo menos de los que inician el toreo moderno fue Juan Belmonte. Nacido en Sevilla, este torero es uno de los más vivos ejemplos del héroe que se rodea tanto del anecdotario como de los gestos y las gestas que transforman toda una época. Es un caso digno de estudiar en toda profundidad ya que su paso por el toreo cambió muchas formas y fondos. Son bastantes las cosas que podrían decirse, El presente texto no pretende ser sino un primer y breve acercamiento. Este torero tuvo de por sí una vida que bien podría adjetivarse como novelesca. Como ya lo había mencionado nace en Sevilla en 1892 (época importante en cuanto a grandes cambios) pero por cuestiones laborales de su padre se muda con su familia al legendario barrio de Triana. Poco tiempo después queda huérfano y posiblemente a partir de ese momento se inician en él una serie de cambios que lo llevarían a percibir la existencia de una manera particular. Particularidad que tiene su énfasis en un sentido de la aventura que hizo que su vida se viera rodeada de peligros pero también de encuentros con lo más poderoso de la experiencia humana. Deja pronto la escuela y se dedica a la vagancia, al acercamiento con eso que los mayores suelen llamar “malas compañías”. Eso le fue formando un carácter endurecido y sensible al mismo tiempo. Quien sabe, como decía el filósofo Ortega y Gasset: “yo soy yo y mi circunstancia”. La ciencia aún no ha podido definir con exactitud donde acaba el ser individual y donde comienza el social, donde están los límites entre la herencia y la voluntad del individuo. En algún momento el azar tiró los dados y las correrías de este grupo de amigos se relacionaron con la práctica del toreo, al inicio en ganaderías que tomaban por asalto en horas nocturnas que los protegían de la mirada de sus dueños. ¿Cómo imaginarnos en estos tiempos este tipo de actividades? Estos tiempos en los cuales la mayoría de los coletas llegan a las plazas y ganaderías en lujosos autos que los separan sin duda de la tierra, de las piedras y el sol que suelen curtir a los héroes. A veces la nostalgia no es sino un recurso de la frustración o un producto de la inflexibilidad ante los cambios necesarios e inevitables. Sin embargo la memoria no solamente es necesaria para no repetir los errores de la humanidad sino para darse cuenta de ciertos aspectos que se han perdido y que sería bueno retomar aunque adaptándolos al tiempo actual. Deberíamos abogar por la repetición de lo bueno, de lo mejor, de las más altas cumbres a las que se ha llegado. Al toreo le falta más romanticismo, mayor encuentro con lo vital, con lo terrible, con lo que transforma lo que toca si se produce un ejercicio alquímico. El mismo Belmonte es dueño de una frase que sin duda muestra lo anteriormente dicho: “el toreo es un ejercicio del espíritu”. Podemos acercarnos un poco al gimnasio de este torero si tratamos de proyectar con la imaginación esas noches que a la luz de la luna vieron pasar los agitados corazones de estos muchachos que desafiaban a la vida misma armados únicamente con su voluntad de acercarse a los abismos. Así lentamente fue formándose en Belmonte un espíritu guerrero, una vocación que lo llamaba para cumplir un destino de luces. Sin dejar de lado otro aspecto importante como lo es el que en aquellos años el toreo representaba una de las pocas salidas para que quienes no eran favorecidos económicamente pudieran hacerse de un nombre y un futuro. Todo esto se puso en juego en el momento en que decidió probar suerte en los laberintos de la tauromaquia. De pronto ya estaba vestido de luces en esos pueblos polvorientos que constituían también pedagogías de arena y sol para los que decidieran dar sus primeros pasos en ámbitos taurinos. Pronto llamó la atención sobre todo por un valor espartano, como el que debieron tener aquellos guerreros de la antigua Grecia. No era la valentía necesaria en cualquiera que osara enfrentarse a un burel ni la del que haciendo alarde se acercaba un poco más al sitio del cloroformo, era un arriesgar a los pies del abismo. Debemos recordar además que la tauromaquia de la época consistía básicamente en burlar con más o menos gracia las embestidas descompuestas de temibles toros que se daban vuelo destripando caballos. La teoría era: “el toro es un ferrocarril. Hay que quitarse de la vía para que éste pase”. Solamente que el corazón de Belmonte le dictaba otra cosa: descarrilarlo. Poco a poco comenzó a cundir su fama en todas partes, llegándose incluso a decir que había que verlo pronto porque aquello no podría durar. Ya lo había sentenciado también el buen Cagancho, “lo que no puede ser no puede ser. Y además es imposible”. Pero por fortuna de la historia humana existen seres dedicados a romper las fronteras de lo posible. Desdoblar las fronteras. Revolucionar las aguas quietas de lo normal. El sevillano era de ese plumaje. Ningún torero es de verdad suicida, ni el más tremendista. Lo que pasa es que hay algunos que por extrañas y complejas razones aceleran los límites anteriormente dichos. En ellos ocurre exactamente lo contrario de un deseo de muerte, más bien tienen un exceso de vida. Exceso de facultades. Exceso de pasión. No se acercan al fuego sino con la condición de sentir más hondamente lo que la mayoría disfruta en pequeñas dosis. Belmonte: el revolucionario que descarrilaba trenes para tomar por asalto las poblaciones de la gloria. Estoy seguro de que esto fue en un principio resultado de la inspiración y la intuición, y todas esas facultades que tanto apreciaron los poetas del romanticismo. Pero bien se sabe que esto no es suficiente, que para hacer historia hace falta además un despertar de la conciencia, un planteamiento lógico, una sobriedad en los recursos, en suma: la adquisición de oficio. No se ha indagado lo suficiente en aras de mantener la leyenda, pero me parece inevitable que Belmonte tuvo que aprender a torear de acuerdo a ciertas reglas que lo precedían. Todo revolucionario en el terreno del arte es un destructor de lo anquilosado pero al mismo tiempo es alguien que recoge lo mejor del pasado. De otra manera su labor no puede convertirse sino en chispazos de genialidad que no fructifican. A esto le llamaba Octavio Paz, la tradición de la ruptura. Conforme pasaba el tiempo, Belmonte tuvo que hacerse de las armas teóricas suficientes como para poder sostenerse. Se dice –algo de verdad habrá- que mucho de esto tuvo que ver con un interesante enfrentamiento que se gestó allá por el año de 1914, en pleno surgimiento de eso que suele llamarse modernidad. Dionisos y Apolo encarnaron su lucha milenaria en dos toreros: Juan Belmonte y José Gómez “Joselito”. Uno, el vivo ejemplo de las fuerzas de la naturaleza y el otro de las de la civilización. Uno, cercano a lo trágico y el otro a lo armonioso. Uno, representando al pueblo que está cerca del polvo y la miseria y el otro, ejemplo de la burguesía y de las búsquedas de la belleza formal. Pronto ocurrió algo que también hoy se extraña, la rivalidad trascendió los círculos de arena y cundió en los tendidos, en los periódicos y en las tertulias de todo tipo. España se dividió, por fortuna de manera creativa y gozosa y no como lo iría a hacer años después. Posiblemente de esta confrontación surgió un nuevo y mejorado Belmonte así como un arriesgado y aventurero “Joselito”. Ambos torearon en muchas plazas y obtuvieron triunfos aunque finalmente quién ganó más fue la fiesta, el espectáculo, la historia. Muchas más cosas podrían decirse de Juan Belmonte, únicamente pretendí apuntar algunos aspectos que más adelante pueden ampliarse. Todavía falta estudiar de verdad y con profundidad muchas etapas del toreo. Aún le faltan a la tauromaquia sus cantores, sus teóricos, sus filósofos. No quisiera concluir en esta ocasión sin mencionar otra de las revoluciones que este torero vino a suponer. A pesar y por su falta de escolaridad, Belmonte fue un voraz lector. Lo cual desgraciadamente es raro en este y todos los tiempos. Muy pronto descubrió en la lectura un camino para alumbrar su propia existencia y a su vez su quehacer taurino. Poesía, filosofía y teatro entre otros géneros pasaban por sus manos y por sus hambrientos ojos. En alguna época de su vida tuvo contacto con los mejores escritores de su época. Valle-Inclán fue uno de ellos, tal vez el más cercano. Desgraciadamente no existe el registro exacto de esas largas conversaciones que sostenía con estos intelectuales que sin duda nutrieron su pensamiento de manera significativa. Una vez más la anécdota es lo que nos puede acercar aunque sea débilmente con este tipo de vacíos en cuanto a registro fidedigno. Se cuenta que en alguna ocasión y a manera de lance torero, Inclán le dijo a Belmonte:” Juan, para ser perfecto, sólo te hace falta morir en la plaza” a lo que este torero sin duda curtido en este tipo de conversaciones y juegos retóricos le dijo: “Hombre, don Ramón, se hará lo que se pueda”

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